Parece que así piensan los hijos de nuestro tiempo. Para muchos, tristemente, parece que lo normal es ‘irse a vivir juntos’ para darle una probadita al matrimonio. Y algunas casadas, en esto de parir, a lo más transigen por uno, por aquello de la probadita. Cuando se les enseña que la moral católica considera nulo el matrimonio en que uno de los dos consiente totalmente cerrado a la posibilidad de hijos, se asombran. Y eso que en el interrogatorio prematrimonial siempre te dirán que sí. O sea, perjuran, pero tampoco a eso le dan mucho casco.
Hago el esfuerzo de entender esta mentalidad anticonceptiva, objetivo de gobiernos anteriores, miedo ahora de nuestros economistas y planificadores. Es verdad que a algunos les asusta la responsabilidad de engendrar hijos. De broma, uno me decía “son cinco minutos de placer y 40 años de problemas”. Les asusta a algunos el mundo de dolor y sufrimiento que le esperaría a un hijo. No calculan también las alegrías de la maternidad, el gozo de ver su amor conyugal multiplicado en la genética que le pasan a los hijos. Hay dolor, pero también gozo. El sufrimiento humano, que siempre en alguna medida nos persigue, no es maldición; ante la fe es redención y gloria, unido al de Jesús.
Entiendo también que en la cultura urbana en que vivimos (y Puerto Rico en realidad es una gran ciudad de cien por treinta y cinco) criar es toda una aventura colonizadora. En el campo la familia numeros
era bendición (así lo ven los Salmos); tal vez porque había entonces más brazos para recoger el café y cuidar las vacas. Pero en Villa Carolina no hay vacas. En la charla de planificación económica dada en nuestro Taller de Novios cuantificamos lo que saldría educar a un hijo. Entiendo que se espanten; pero es como si en una sala te acumulasen todos los biftecs que te vas a comer en tu vida: ¡te vuelves vegano! Si a esto sumas el hecho de que tu hijo te salga problemático o adicto, que incluso termine como algunos injuriando o atentando contra su propia madre, entiendo el temor.
También reconozco el problema de que, si en diálogo la pareja ve que no puede tener más de dos, se les presente entonces el otro problema de cómo tener vida íntima pero evitar la concepción. Nuestra moral oficial enseña que los métodos mecánicos o químicos que impiden la concepción son inmorales. Quedaría el método Billings. Pero es un método que exige cualificaciones que algunos no poseen. Exige, por ejemplo, una pareja de mucha y buena comunicación, y, sobre todo, una pareja de buen dominio de su apetito sexual, como para entender que hay días en que no hay coito, pero sí ‘laigo’, que el amar no se puede olvidar, aunque tenga que darse ducha fría. La disyuntiva de esta pareja no es deseable: o casi no tener vida íntima, y vivirla con miedo a la preñez, o seguir el instinto olvidando la norma moral. Los moralistas tal vez digan que entre dos males necesarios habrá que optar por el menos malo.
¿Por qué la pareja debe abrirse responsablemente a dar vida? Porque si no, convierten su relación en algo cerrado, egoísta. El bien es efusivo de si, dicen los filósofos. El amor de la pareja busca visualizarse, eternizarse. No lo será en la vida de los amantes, que morirán. Lo será en la vida de los hijos que perpetúan genéticamente lo que sus padres amaron, fueron y vivieron. En la Trinidad el amor del Padre y del Hijo generan el amor mismo que es el Espíritu Santo. Un amor que no produce vida es amor defectuoso, tarado. Buscaremos esa vida dentro de nuestros miedos y debilidades humanas. Pero hay que buscarlo. Jesús es el producto de muchas generaciones judías que, a través de María, regalaron al mundo el amor mismo: el Divino Redentor.
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