¿Cuál de los dos? Para algunos no muy informados, y otros mal intencionados, la Iglesia disimula su actitud intolerante ante el divorcio, inventando lo de las anulaciones. “Es un nuevo nombre que le dan al divorcio, logran lo mismo y no se contradicen”. Parece oportuno, reconociendo el parecido, discutir la diferencia. Y, sobre todo, entender a la postre que creemos en la anulación, precisamente porque creemos en lo serio del compromiso matrimonial y no aceptamos el verdadero divorcio.
Primero las coincidencias. Es cierto que en lo externo se da separación o ruptura de dos vidas unidas ante los demás. Es cierto que, cuando hay hijos, estos cargarán las consecuencias de un fracaso humano, y la parte inocente sufre un daño sicológico y un tiempo perdido. En eso puede haber parecido. Pero las diferencias abundan. Primeramente, el proceso de divorcio representa una verdadera ruptura. La pareja reconoce que comenzó su relación de buena ley, que hubo amor y compromiso desde el comienzo. Los dos, o uno de ellos, descuidó la planta, que en otro tiempo cultivó con amor y cuyos frutos poseyó. Ha habido una decepción, una falta a la palabra dada, una vasija rota. Cuando llega el momento del proceso civil, avanza este a veces envuelto en lágrimas y recriminaciones; en muchos casos con acusaciones mutuas ante el público: cuanto peor se deja a la antigua persona antes amada, mejor.
La anulación, en cambio, es un proceso de sanación. Alguien, ya divorciado por lo civil, reconoce que la razón verdadera del fracaso es que faltó un elemento esencial para totalizar el compromiso. Se le figura su matrimonio como una casa con paredes, pero sin techo. Y pide a la autoridad de la Iglesia que así lo declare, para sanar también en el foro de la confidencia esa herida que de otra forma dejaría huella hasta la muerte. En el proceso evitamos peleas, no hay cara a cara, ni contrainterrogatorio de testigos. La investigación es secreta, como una confesión. No es cuestión de inventar faltas en el otro, sino de narrar, con juramento ante Dios, las circunstancias que me llevan a pensar que, en realidad, nunca empezó verdaderamente un compromiso matrimonial. No se trata de sacar ventaja civil de alguien (no hay consecuencias civiles), sino de establecer ante los humanos la persuasión propia de que ante Dios estoy libre de una carga de conciencia. Se trata de sanar con vistas al futuro una situación que humanamente ya no tiene remedio. El peso de la decisión final descansa sobre la conciencia individual de tres jueces y dos tribunales.
Recalco el punto preciso de la diferencia. Consiste en que el divorcio admite que hubo un vínculo y decide por razones humanas romperlo. La anulación encuentra que nunca hubo compromiso y decide rectificar un error humano. El error puede suceder por culpa de alguien o no. Incluso puede ser por defecto del mismo que pide la investigación. El hecho, sin embargo, sigue siendo objetivo: a eso no se le puede llamar matrimonio cristiano. Las causales pueden ser varias, reduciéndose muchos casos a los elementos que viciaron o debilitaron substancialmente el momento del consentimiento.
Es trágico romper una decisión solemne de por vida, pero tan trágico resultaría exigir la permanencia de un pacto que nunca se plenificó. En este sentido, un decreto de anulación deviene un acto necesario de justicia. La anulación es también un acto de sabiduría. Es de sabios rectificar, y mucho más cuando la realidad así lo impone.
Dos consecuencias surgen ante el hecho de las anulaciones. Primero, el reconocer que tales casos existen, y tal vez en mayor número de lo que desearíamos. La Madre Iglesia reconoce el derecho a que planteen su caso los que se encuentren en esta situación, y a mi juicio debería multiplicar más las ayudas para remediar remordimientos inútiles de sus hijos. Y segundo, aceptar la consecuencia lógica de que la mejor manera de evitar futuras anulaciones es preparar mejores noviazgos y matrimonios. Es ilógico y triste que quien multiplica matrimonios-sacramento a tutiplén se escandalice ante las muchas peticiones de anulaciones. Sería negar el huracán que sembró vientos. Para dar el sacramento del sacerdocio a un seminarista se le exigen años de formación y evaluaciones progresivas de sus formadores ¿Por qué se puede ser tan pacíficamente negligentes con el sacramento del matrimonio? A la joven que consagra su vida en la vida religiosa la hacen pasar por varias etapas hasta la consagración plena por votos perpetuos (y estos mismos pueden ser revocados por razones serias). Y al que se casa, que consagra su vida sin posible divorcio, ¿les vamos a admitir sin estudios diligentes? Ya esto sería tema para otro día.
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